Por Gilda Waldman*

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Infiltrado en los más diversos ámbitos de la vida social y política del país, el narcotráfico se ha expandido también al mundo de la cultura. Por una parte, ésta se ha visto enormemente influida por valores que apologizan los nuevos y temerarios íconos de esta forma de criminalidad: los tensos y peligrosos modos de vida en los que fluye el dinero a manos llenas, así como una nueva estética asociada al crimen organizado. Por la otra, el tema del narcotráfico también se ha convertido en un terreno propicio para la creación artística. Así, por ejemplo, el narcocorrido es, hoy por hoy, la expresión más representativa de la cultura popular mexicana, que, incluso, ha sido llevado a la ópera, tal como se evidenció en el estreno de la obra Únicamente la verdad: la verdadera historia de Camelia la Tejana, estrenada en marzo de 2010 en el Festival de México.

El cine no ha podido dejarlo de lado, la película El infierno así lo demuestra; en el campo del documental, cabe mencionar Al más allá, de Lourdes Portillo, que gira en torno a la realidad del narcotráfico en la costa maya. En lo que respecta a las artes visuales, una artista como Teresa Margolles ha abordado, de diversas maneras, la violencia referida al tráfico de drogas; de igual modo, lo que se ha denominado “la estética narco” se ha apoderado de la arquitectura, a través de la construcción de mansiones de un estilo barroco y kitsch que lindan con lo estrambótico.

Pero, ciertamente, ha sido en el campo de la palabra escrita donde el tema del narcotráfico ha alcanzado una presencia notable.

En el ámbito académico, el investigador Luis Astorga, en su libro El siglo de las drogas (Plaza & Janés, 2005) analiza rigurosamente los procesos a través de los cuales se mueve el narcotráfico en México.

Desde otra óptica, el periodismo —particularmente en su modalidad de reportaje de investigación— constituye una fuente invaluable sobre el tema. En esta línea, cabe mencionar textos como El otro poder. Las redes del narcotráfico, la política y la violencia en México (Aguilar, 2001) y De los maras a los zetas. Los secretos del narcotráfico, de Colombia a Chicago (Grijalbo, 2006), de Jorge Fernández Menéndez; El hombre sin cabeza (Anagrama, 2009), de Sergio González Rodríguez; Herencia maldita (Grijalbo, 2007), de Ricardo Ravelo; El cártel (2002), Horas extra (2003) y En estado de alerta (2005), del legendario Jesús Blanco Ornelas, publicados por la editorial Plaza & Janés; Con la muerte en el bolsillo (Planeta, 2005), de María Idalia Gómez y Darío Fritz; El cártel de Sinaloa. Una historia del uso político del narco (Grijalbo, 2009), de Diego Enrique Osorno; y El cartel incómodo. El fin de los Beltrán Leyva y la hegemonía del Chapo Guzmán (Grijalbo, 2010), de José Reveles.

En el ámbito estrictamente literario, son numerosas las novelas que giran alrededor del narcotráfico.

Al respecto, algunos autores fundamentales son Yuri Herrera (Trabajos del reino, Periférica, 2008), Eduardo Antonio Parra (Nostalgia de la sombra, Joaquín Mortiz, 2002), Luis Humberto Crosthwaite (Aparta de mí ese cáliz, Tusquets, 2009; Tijuana crimen y olvido, Tusquets, 2010), Martín Solares (Los minutos negros, Mondadori, 2006), Élmer Mendoza (El amante de Janis Joplin, Tusquets, 2001; Balas de plata, Tusquets, 2008; La prueba del ácido, Tusquets, 2010) y Heriberto Yépez (Al otro lado, Planeta, 2008).

A esta vasta proliferación literaria se agrega recientemente Café pacífico. Muerte en Tijuana, primera novela del académico y sociólogo Luis Gómez (editada en 2009 y reimpresa en 2010). Ligada también a la narrativa policiaca —o más bien a la serie negra de la novela mexicana, derivada de la tradición estadounidense y que tuvo entre sus más notables exponentes a Dasihell Hammett y Raymond Chandler, cuya influencia en la literatura latinoamericana ha sido ampliamente reconocida—, la novela de Luis Gómez constituye una especie de ‘historia del tiempo actual’ que registra la historia reciente del país. Fiel a la tradición del relato en ‘serie negra’, la novela asume que no existe el mal como anormalidad individual; sino que la sociedad en su conjunto se encuentra aquejada por la corrupción y el hampa, aun en las más encumbradas esferas políticas o financieras. En este sentido, las causas de un crimen no se resuelven con el descubrimiento del criminal, pues sus causas, casi siempre, se encuentran en las bases mismas del sistema social.

El texto constituye, así, de manera transgresora y subversiva, un notable enfoque crítico de la realidad social y política: un periodista —encargado de hacer un reportaje sobre el narcotráfico en Tijuana y convertido en detective para aclarar inicialmente el asesinato de un médico en el avión que lo lleva a esa ciudad— realiza una investigación en una sociedad en crisis o descomposición, y llega a conocer en carne propia las más profundas tinieblas de la perversidad que genera la drogadicción. El relato del periodista denuncia, entre otras cosas, los mecanismos del tráfico de estupefacientes, las formas de organización políticas locales en el norte del país, la corrupción de las autoridades, los mecanismos de la ilegalidad, el clandestinaje del narcotráfico, la cultura subterránea que lo permea, las modalidades de violencia que genera y sus ligas con las descomposición (policial, política, económica y moral) de las instituciones relacionadas con el hecho criminal.

Los códigos del género (violencia, crímenes, búsqueda de la verdad, etc.) resultan perfectos para recrear, rastrear, socavar y desenterrar el trasfondo criminal de las décadas recientes en México: a partir de un asesinato, la investigación realizada por el periodista Alejandro Moraga devela un presente enigmático y violento.

Mediante una prosa desnuda y rápida —en un estilo seco, duro y violento, aunque no necesariamente plagado de sangre—, la novela se ocupa de la parte más sórdida y oculta de la sociedad, lanzando una mirada inquisitiva sobre el pasado y el presente del país, denunciando la muerte que anda suelta por la calle y apropiándosede una nueva escena de producción simbólica de lo social. Ciertamente, la literatura no puede reflejar ni recrear de manera fiel y exacta la realidad, sino que está llamada a reinventarla; sin embargo, al no poder dejar de relatar lo que sucede, la ficción se vuelve una representación, quizá retorcida, pero certera, de una sociedad desgarrada y de las culturas subterráneas que la recorren.

Las historias por contar en torno a un fenómeno con tal diversidad de matices y ramificaciones sociales pueden ser múltiples: el enfrentamiento entre grupos rivales, las confrontaciones con los diferentes cuerpos policiacos y militares (presuntamente) encargados de su combate, las biografías de los ‘capos’, los mecanismos de la clandestinidad en las que se mueve el narcotráfico, los medios utilizados para el control territorial, el vicariato como forma de vida, el culto a sus propias deidades… Café pacífico. Muerte en Tijuana es una de estas historias por contar y ser leída.

* Gilda Waldman. Profesora de tiempo completo en el Posgrado de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México. Licenciada en Sociología por la Universidad de Chile. Maestra y doctora en Sociología por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Tiene estudios de Maestría en Literatura Comparada por la Facultad de Filosofía y Letras de la misma universidad.

Publicado en La Colmena, núm 78, abril-junio de 2013

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Dr. Luis E. Gómez
Sociólogo mexicano especialista en temas de teoría social contemporánea.

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